miércoles, 23 de febrero de 2011

El Cristo Sangrante del Oratorio


La adoración eucarística es una experiencia de oración que no se puede comparar a ninguna otra: hacer adoración eucarística es un anticipo del cielo, porque es contemplar, por la fe, desde aquí, en la tierra, al Dios de los cielos, a quien contemplaremos, adoraremos y amaremos por la eternidad. La adoración es un anticipo del cielo, es un vivir en anticipación la felicidad de la bienaventuranza; la adoración es experimentar, en nuestro tiempo y en nuestros días, la eterna unión en el amor y en la vida divina con las Tres Divinas Personas.

Esto, y mucho más, es lo que se vive en el Templo de Adoración Eucarística Perpetua “Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús”.

Sin embargo, este año, por misericordia de Dios, quienes adoramos al Señor Jesucristo en la Eucaristía, fuimos testigos de un prodigio asombroso. Este año, Nuestro Señor quiso conmover nuestros corazones y encender nuestra fe en su amor -y la fe y el amor de muchos- con un hecho que no podemos calificar de otra manera que como venido del cielo.

Este año, más precisamente, en el día de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, a las 12.30 hs., sucedió un hecho extraordinario: sangró la Cabeza de Nuestro Señor Jesucristo, en la imagen de la Última Cena que se encuentra bajo la Custodia del Santísimo.

Particularmente, y de modo personal, me considero un testigo privilegiado –un privilegio totalmente inmerecido, gratuito-, porque fui, al menos de entre los sacerdotes, el primero en acudir al oratorio a constatar el hecho.

Ese día, el 11 de junio –quedará en mi memoria como uno de los días más memorables de mi vida, junto al día de la ordenación y al día de mi Primera Misa-, Solemnidad del Sagrado Corazón, a eso de las 14.30 hs., una de las Capitanas del Oratorio acudió a la Capilla San Antonio de Padua, en busca de los sacerdotes, para dar cuenta del suceso, del cual ya se habían percatado los adoradores del turno correspondiente.

Nos dijo que habían notado que, en la imagen de Nuestro Señor, había una “mancha roja”, y venían a buscarnos para que, como sacerdotes, diéramos nuestro parecer.

El Párroco, el P. Jorge Gandur, me dijo que fuera hasta el Oratorio para que viera de qué se trataba, lo cual hice inmediatamente. Al llegar al Oratorio, me arrodillé ante la imagen de Nuestro Señor, y pude constatar que la “mancha roja” de la cual nos hablaban los adoradores, era en realidad sangre fresca. No podía creer lo que estaba viendo y experimentando: en toda mi vida sacerdotal, siempre me habían atraído de modo particular los milagros eucarísticos, y cada vez que podía, predicaba acerca de ellos, y ahora, me parecía estar delante de un gran prodigio. Con profunda reverencia y respeto, junto a los otros adoradores, que también se encontraban profundamente conmovidos –algunos incluso lloraban-, veneramos el prodigio y, luego de hacer un rato de oración, nos abocamos, por indicación del P. Gandur, a la tarea de determinar si lo que pensábamos que era sangre, era realmente sangre, y si era sangre, si era humana.

Además, otro paso más que debíamos dar en la investigación del fenómeno, era entrevistar a los testigos oculares, tarea a la cual nos dedicamos desde el primer día del suceso.

Hacia el caer de la tarde, pudimos contactar a la Policía Científica, por medio del P. Horacio Gómez, Capellán de la Policía de Tucumán, y es así como se apersonó en el lugar una unidad, con un médico y un técnico, quienes tomaron muestras de la mancha, a la altura de la frente de Nuestro Señor. Además, sacaron numerosas fotos. Los análisis hechos por la Policía dieron, de modo inmediato, resultado positivo para sangre humana. Una primera parte de la investigación estaba concluida: la “mancha roja” observada por los adoradores, era sangre, y sangre humana. Ahora, debíamos avanzar en otra etapa de la investigación: debíamos entrevistar a los testigos oculares, para descartar cualquier factor humano. Eso fue lo que hicimos en los días posteriores, entrevistando, el P. Gandur y yo, a todos los que presenciaron y/o se percataron del sangrado en sus primeros momentos.

Como resultado de los análisis de la Policía Científica, y con el testimonio de los testigos presenciales de primera hora, llegamos a una conclusión: era posible descartar, con certeza, la intervención humana. Y descartada la intervención humana, sólo cabía una intervención divina, que es lo que creímos desde un primer momento.

Ahora bien, cabe preguntarnos: ¿cuál sería el motivo por el cual nuestro Dios haría un prodigio semejante, el día del Sagrado Corazón, en el oratorio del Sagrado Corazón Eucarístico, en una imagen de la Última Cena, que conmemora el don de su Amor, la entrega de su Corazón en la Eucaristía?

La respuesta la podemos obtener a partir del fenómeno mismo, observando –más bien, contemplando, con los ojos del alma iluminados por la luz de la fe- la sangre y el recorrido de la sangre, desde la Cabeza de Nuestro Señor, hasta sus Manos. La sangre comienza en el cuero cabelludo, en su mitad izquierda, un poco más arriba de la región frontal de la cabeza de Jesús. Desde ahí, se desliza por todo su rostro, recorriendo la frente, el ojo, la mejilla, la nariz, se agolpa en una de las fosas nasales y en los labios, sigue luego por el mentón, y termina por caer, de a gotas, en su mano izquierda, la cual está apoyada en su Corazón. El recorrido de la sangre lleva a que esta caiga, por inercia, en el cáliz que se encuentra inmediatamente debajo de su mano.

¿Qué significa esto? Nos recuerda, inmediatamente, a su Pasión, y sobre todo, a su Coronación de espinas, ya que el recorrido de la sangre comienza en un lugar que corresponde perfectamente a la herida provocada por una de las espinas de su Corona de espinas. Notemos que la sangre comienza en la Cabeza, y recorre todos los sentidos, y esto nos hace ver que la sangre de Nuestro Señor recorre su Humanidad Santísima para que no solo seamos purificados de todo pensamiento y de toda sensación mala, sino para que nuestros pensamientos y nuestros sentimientos y sensaciones, sean santos y puros como los de Jesús.

La sangre que comienza y recorre la cabeza de Jesús, producto de la herida causada por una de las espinas de su corona, es para que nuestros pensamientos –la cabeza es la sede de los pensamientos- sean santos puros; la sangre que se desliza por su ojo, es para que veamos a Cristo en la Eucaristía y en el prójimo; la sangre de la nariz y la que recorre la piel, representan a los sentidos en general, para que los sentidos sólo sientan y experimenten lo que Nuestro Señor siente y experimenta en su Pasión; la sangre en los labios de Jesús, es para que nuestra boca se abra sólo para alabar y adorar y dar gracias al Hombre- Dios Jesucristo, por su Pasión de Amor; la sangre que cae en su mano, es para que nuestras manos se eleven hacia el cielo, en alabanzas a la Dios Trino, y se extiendan, abiertas, en ayuda y auxilio de nuestro prójimo más necesitado; la sangre que cae en el cáliz, es para que la bebamos toda, hasta la última gota, porque es la Sangre de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Cordero, que se derrama por nuestra salvación, para el perdón de nuestros pecados, y para comunicarnos la filiación divina y el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

La Adoración Eucarística es, como decíamos al principio, un adelante del cielo, porque es contemplar, por la fe, al Dios de inmensa majestad, Jesús Sacramentado, y es experimentar su amor, el mismo Amor que se nos comunicará sin medida en la eternidad. El prodigio del Cristo Sangrante del Oratorio es un motivo más para adorar a Jesús Sacramentado, porque nos hace recordar su Pasión, y su Pasión no tuvo otro motivo ni otra causa que su infinito y eterno Amor Misericordioso.

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