domingo, 10 de julio de 2011

Hora Santa para Hombres - Jesús cae en el torrente Cedrón



Jesús, Hombre-Dios, Rey de cielos y tierra, vengo a postrarme ante Tu Presencia para rendirte el homenaje de mi inteligencia y de mi voluntad. Estás oculto detrás de lo que parece ser pan, pero por la fe de la Santa Iglesia Católica, sé que detrás de la apariencia de pan, estás Tú en Persona, con Tu Cuerpo, Tu Alma, Tu Sangre y Tu Divinidad.

Tú te humillaste por mí en la Pasión, yo me humillo delante de ti, y junto a mi ángel custodio te digo: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo, Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni Te adoran ni Te aman” (tres veces).

En este rato de Adoración Eucarística, quiero meditar en tu amarga Pasión, en el momento en eras conducido atado y hecho caer en el Torrente Cedrón. Tú lo sufriste por mí, es justo que lo recuerde y te lo agradezca.

(Pausa)

“Veo que todos te dejan y huyen de ti. La valentía del hombre parece haber desaparecido, frente al enemigo. Los mismos Apóstoles, el ferviente Pedro, que hace poco dijo que quería dar su vida por ti..., el discípulo predilecto, todos te abandonan y te dejan a merced de tus crueles enemigos...

Jesús mío, estás solo, y tus purísimos ojos miran a tu alrededor para ver si alguno de aquellos a quienes has hecho tanto bien, te sigue para testimoniarte su amor y para defenderte... Y al descubrir que ninguno, ninguno ha quedado fiel, sientes aún más el dolor por el abandono de tus más fieles amigos que por lo que están haciéndote tus mismos enemigos.

Jesús, que en su condición de Dios nos ve desde el Huerto de los Olivos, nos dice: "Cuántas, consagradas a Mí por el bautismo, por pequeñas pruebas o por incidentes de la vida no se ocupan de Mí y me dejan solo. Cuántas almas tímidas y cobardes, que por falta de valor y de confianza me abandonan, me dejan solo frente a mis enemigos, callando por temor y cobardía, permitiendo que reine la inmoralidad, la lascivia, la lujuria, la mentira, la violencia, el engaño, cuando no son ellas mismas quienes, voluntariamente, se internan en los oscuros caminos del pecado. ¡Qué duro es para Mí este abandono! No sólo me lloran los ojos sino que me sangra el Corazón. Te ruego que mitigues mi acerbo dolor prometiéndome que no me dejarás nunca más solo."

¡Sí, Jesús, te lo prometo, ayudado por tu gracia y en la firmeza de tu Voluntad Divina!”.

(Pausa – Oración personal en silencio)

“Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo, Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni Te adoran ni Te aman” (tres veces).

“Pero mientras te dueles por el abandono de los tuyos, tus enemigos no olvidan ningún ultraje que puedan hacerte. Oprimido y atado como estás, tanto que no puedes por ti mismo dar un paso, te pisotean, te arrastran por esas calles llenas de piedras y de espinas; no hay movimiento que te hagan hacer en el que no te hagan tropezar en las piedras y herirte con las espinas... Ah Jesús mío, veo que mientras te maltratan, vas dejando tras de ti tu Sangre preciosa y los cabellos que te arrancan de la cabeza...

Jesús, Tú eres el Hombre-Dios mío, permíteme que los recoja, a fin de poder atar todos los pasos de las criaturas, que ni aun de noche dejan de herirte; al contrario, se aprovechan de la noche para herirte aún más, unos con sus encuentros, otros con placeres, con teatros y diversiones, otros se sirven de la noche hasta para llevar a cabo robos sacrílegos... Jesús mío, me uno a ti para reparar por todas estas ofensas que se hacen en la noche...

Jesús mío, Señor de cielos y tierra, mientras Tú sufres de manera indecible a mano de tus enemigos, que ven favorecida su diabólica tarea por la cobardía y el abandono de tus discípulos, aquellos a quienes concediste la gracia del bautismo, estos mismos, a quienes Tú llamaste “amigos” en la Última Cena, aprovechan las tinieblas de la noche para cometer los más horribles pecados, para los encuentros furtivos que deshonran el matrimonio, para disfrutar y gozar de los placeres carnales, para gozar sus vistas y sus oídos con espectáculos televisivos inmorales, que hacen enrojecer de vergüenza a los ángeles del cielo.

Jesús, Dios mío, concédeme la gracia de que, si en algún momento tengo la desgracia infinita de querer desviar mis pasos hacia la noche del pecado, que me acuerde de tus dolores, de tu amargura, de tu Amor, y me detenga, y vuelva sobre mis pasos, y sienta en mi alma el dolor de mis pecados, para nunca más ofenderte”.

“Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo, Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni Te adoran ni Te aman” (tres veces).

(Pausa)

“Mas, oh Jesús, ya estamos en el torrente Cedrón, y los pérfidos judíos te empujan a él, y al empujarte te hacen que te golpee contra las piedras que hay ahí, y con tanta fuerza que de tu boca derramas tu preciosísima Sangre, con la cual dejas selladas aquellas piedras... Después, tirando de ti, te arrastran bajo aquellas aguas negras, las que te entran por los oídos, en la nariz y en la boca... Oh amor incomparable, quedas todo bañado y como cubierto por un manto por aquellas aguas negras, nauseabundas y frías. Y en ese estado representas a lo vivo el estado deplorable de las criaturas cuando cometen el pecado. ¡Oh, cómo quedan cubiertas por dentro y por fuera con un manto de inmundicia que da asco al Cielo y a cualquiera que pudiese verlas, de modo que atraen sobre ellas los rayos de la Divina Justicia!

Y tal vez yo, Dios mío, he quedado así cubierto con ese lodo inmundo, cuando he preferido los nauseabundos gozos del mundo, a Tu adorabilísima Sangre, a Tu adorabilísimo Corazón. ¡Cuántas veces, Dios mío, que eres arrastrado por los suelos, he sido yo, y no los judíos, quien te arrastró y te cubrió de lodo, cuando prefería el fútbol, el descanso, el placer mundano, a acudir a recibir Tu Sacratísimo Cuerpo y Sangre en la Eucaristía del Domingo!

¡Cuántas veces he arrojado por la cara a Dios Padre el don de su Amor, Tú en la Eucaristía, por preferir el placer mundano a la Misa dominical!

En cada enojo, en cada ira, en cada mentira, en cada robo, en cada soborno, en cada impureza de vista y de tacto, te arrojo una y mil veces sobre el torrente Cedrón, con furia deicida, y te cubro de lodo y de agua helada, y te hago sangrar la boca al golpearte cuando caes. Y Tú, Dios mío, en vez de dar curso a la Divina Justicia, sufres todo por mi salvación.

Oh Dios de mi vida, ¿puede haber amor más grande? Para despojarnos de este manto de inmundicia permites que tus enemigos –entre los cuales estoy yo- te hagan caer en ese torrente, y para reparar por los sacrilegios y las frialdades de las almas que te reciben sacrílegamente y que te obligan a que entres en sus corazones, peores que el torrente, y que sientas toda la náusea de sus almas, permites que esas aguas penetren hasta en tus entrañas, tanto que tus enemigos, temiendo que te ahogues, y queriendo reservarte para mayores tormentos, te sacan fuera... pero causas tanta repugnancia que ellos mismos sienten asco de tocarte.

Jesús, ya estás fuera del torrente, y te veo empapado por esta agua repugnante. Veo que por el frío tiemblas de pies a cabeza; miras a tu alrededor buscando con los ojos, lo que no haces con la voz, uno al menos que te seque, que te limpie y te caliente..., pero en vano; no hay nadie que se mueva a compasión por ti; los tuyos te han abandonado, y la dulce Madre está lejos porque así lo dispone el Padre...

Pero estoy aquí, Jesús, al lado tuyo, arrepentido por mis iniquidades. Quiero consolarte, prometiéndote que jamás volveré a dirigir mis pasos en dirección del pecado. Aquí me tienes, Jesús, quiero llorar mis pecados; quiero pedirte la gracia de morir antes de cometer un pecado mortal. Dame la muerte, oh Dios mío, haz que deba ser sepultado en la tierra, haz que mi corazón deje de latir y que yo deje de respirar para siempre, antes que volver a empujarte, a insultarte, a golpearte, a cubrirte de lodo inmundo…

Jesús mío, quiero reparar mis ofensas y las ofensas de todos los hombres y empeñar mi vida junto con la tuya para salvar a todas las almas; quiero ofrecerte mi corazón como lugar de reposo, para poderte reconfortar en alguna forma por las penas que has sufrido hasta aquí...”.

Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo, Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni Te adoran ni Te aman” (tres veces).

(Texto modificado de Luisa Piccarreta, Las Horas de la Pasión).

viernes, 8 de julio de 2011

El golpe que hace sangrar a Jesús



Si viéramos a alguien que golpea con furia a otro, sin motivo alguno, en la cabeza, y lo hace sangrar; ¿no pensaríamos que ese alguien es un ser desequilibrado y malvado? Y si el que recibe el golpe y queda sangrando, no sólo nunca le hizo nada al que lo golpeó, sino al contrario, le dio muestras de su amor y de su perdón; ¿no pensaríamos que el que lo golpea es un ser desagradecido, además de malvado?

Y si el que golpea, además de hacerlo sin motivo alguno, lo hace además con saña, golpeando repetidas veces, una y otra vez, ¿no diríamos que además de ser un malvado, ha perdido la cabeza, se ha vuelto irremediablemente loco? Si el que recibe el golpe estuviera completamente desarmado, fuera completamente inocente, y no respondiera a las agresiones que le provocan las heridas sangrantes, a pesar de poder responder con creces la agresión, ¿no admiraríamos su paciencia, y su capacidad de tolerar lo que es intolerable? Si viéramos a alguien dar bastonazos a otro por la cabeza, ¿no correríamos a detener al agresor, y no buscaríamos de reducirlo para entregarlo a la justicia?

El agresor, que golpea a un inocente con saña, con maldad y como enceguecido y sin razón, somos nosotros, que cuando cometemos un pecado, herimos a Jesús. Con nuestros pecados, colocamos una y otra vez la corona de espinas de Jesús, y le hacemos brotar tanta sangre de su cuero cabelludo, que la sangre se desliza por su frente, por sus ojos, por sus labios, por sus manos.

La imagen sangrante del Oratorio debe llevarnos a considerar la maldad de nuestros pecados, que hieren al Sagrado Corazón, y la bondad infinita del Hombre-Dios, que a pesar de nuestra ciega maldad, quiere salvarnos.