jueves, 27 de septiembre de 2012

Hora Santa en compañía de los santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael



         Estamos en la Presencia de Jesús Eucaristía, Dios Hijo hecho hombre, oculto detrás del velo sacramental; en la adoración, estamos delante de Jesús Eucaristía, así como están los ángeles y los santos en el cielo delante del Cordero de Dios; Jesús en la Eucaristía y el Cordero de Dios, a quien adoran ángeles y santos postrados delante suyo, son uno y el mismo Dios Eterno. Nosotros, que estamos en la tierra y vivimos en el tiempo, nos unimos a la adoración de los ángeles y de los santos en el cielo y en la eternidad; nos acompañan nuestros ángeles custodios, y están también con nosotros los santos arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael.

         Canto de entrada: Te adoramos, Hostia divina.
¡Te adoramos hostia divina,
te adoramos hostia de amor!.
Tú del ángel eres delicia,
tu del hombre luz y vigor.
¡Te adoramos hostia divina,
te adoramos hostia de amor!.

¡Te adoramos hostia divina,
te adoramos hostia de amor!.
Tú del alma eres dulzura,
tú del débil eres sostén.
¡Te adoramos hostia divina,
te adoramos hostia de amor!.

¡Te adoramos hostia divina,
te adoramos hostia de amor!.
En la vida eres consuelo,
en la muerte dulce solaz.
¡Te adoramos hostia divina,
te adoramos hostia de amor!.

         Oración de Nacer (tres veces): “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman”.
         Meditación inicial: Querido Jesús Eucaristía, Tú eres el Rey de los ángeles, y ellos en Tu Presencia en los cielos te adoran día y noche, sin cesar, y se alegran con alegría incontenible, queremos adorarte junto a ellos, y así alegrar nuestro corazón por tu compañía. Le pedimos también a María Santísima, Reina de los ángeles, que guíe nuestra meditación, para que nuestra oración suba a ti como suave aroma de incienso.

Oremos a los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, que están aquí junto a nosotros, adorando a Jesús Eucaristía, para que intercedan por nosotros, por nuestros seres queridos, y por todo el mundo:

         -San Miguel Arcángel, tú que al ser creado contemplaste la hermosura de Dios Trinidad y enamorado de Dios Uno y Trino le juraste fidelidad y permaneciste a su lado; ruega por nosotros, para que seamos siempre fieles a la gracia y que jamás nos apartemos del camino de la Cruz;
         -San Miguel Arcángel, tú que enfrentaste al Ángel rebelde, el demonio, gritando en los cielos con potente voz: “¿Quién como Dios? ¡Nadie como Dios!”, ayúdanos para que no caigamos en las trampas y seducciones del demonio, del mundo y de la carne;
         -San Miguel Arcángel, tú que eres el Príncipe de la Milicia celestial, y combatiste en el cielo a las órdenes de Dios, y expulsaste con el poder divino a los ángeles rebeldes, para quienes nunca más habrá lugar en el cielo, te pedimos que nos ayudes a luchar contra las tentaciones, para que viviendo en gracia, podamos ocupar un día los lugares en el cielo que dejaron vacíos los ángeles de la oscuridad.

         Meditación personal (en silencio).

         -San Gabriel, tú que eres llamado “Mensajero de Dios”, y anunciaste a la Virgen María la alegría de ser la Madre de Dios, ruega por nosotros, para que nuestra alegría sea solamente Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre;
         -San Gabriel, tú que como mensajero de Dios, llevaste a la Virgen la noticia más alegre que jamás nadie pueda recibir, ruega para que el mundo entero se alegre por la Venida de Jesús;
         -San Gabriel, tú que llevaste a Dios la respuesta de María, su “Sí” a la Voluntad de Dios, ruega para que, imitando a la Virgen, cumplamos siempre en nuestras vidas la Voluntad de Dios. 

         Meditación personal (en silencio).

-San Rafael, que eres llamado “Medicina de Dios”, tú que curaste a Tobías de su ceguera, ruega a Jesús y a la Virgen para que nunca nos falte la gracia santificante, que sana las heridas mortales del alma;
         -San Rafael, tú que acompañaste a Tobías en su peregrinar, acompáñanos también a nosotros en el peregrinar de la vida, para que lleguemos algún día a la feliz eternidad en los cielos, en compañía de Jesús y de María;
         San Rafael, tú que por orden de Dios, colmaste de bienes a Tobías, ruega por nosotros para que, libres de todo mal, seamos capaces de adorar a Jesús en esta vida y en la eternidad. 

         Meditación personal (en silencio).

         Meditación final: Jesús, Rey de los ángeles, que inundas de amor y de dulzura a los ángeles y santos que te adoran en los cielos, y también a nosotros, que te adoramos en la Eucaristía; haz que sepamos dar testimonio de Ti en el mundo, obrando para con todos la misericordia, la bondad y la compasión. Sólo así podremos reflejar, aunque sea mínimamente, una pequeñísima parte de tu infinito Amor. Que nos ayuden en esta tarea María, Reina de los ángeles, los Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, nuestros ángeles custodios, y todos los ángeles del cielo. Amén.

         Oración de Nacer (tres veces): “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman”.

Canto de salida: El trece de Mayo
El 13 de mayo
la Virgen María
bajó de los cielos
a Coya de Iría.
Ave, Ave, Ave María...

A tres pastorcitos
la Madre de Dios
descubre el misterio
de su Corazón.
Ave, Ave, Ave María...

«El Santo Rosario
constantes rezad
y la paz al mundo
el Señor dará».
Ave, Ave, Ave María...

«Haced penitencia,
haced oración,
por los pecadores
implorad perdón».
Ave, Ave, Ave María...

«Mi amparo a los pueblos
habré de prestar,
si el Santo Rosario
me quieren rezar».
Ave Ave, Ave María...

sábado, 22 de septiembre de 2012

Creer que Dios Hijo está en la Eucaristía




            “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo” (Mt 16, 13-19). Narra el evangelista que la revelación del Padre a Pedro acerca de la divinidad de Jesús, y la posterior confesión de Pedro, tienen lugar en Cesarea de Filipo, al norte de Palestina. Dios no hace las cosas por casualidad. Ese lugar tenía una gran importancia para el mundo antiguo: habían allí dos templos paganos, el templo en honor del dios Pan, levantado por los griegos, y un templo levantado por los romanos, en honor del emperador Augusto, por eso se llamaba Cesarea, en honor de César Augusto. Es decir, en ese lugar, los pueblos más ilustres de la antigüedad, rendían culto de idolatría a los dioses y al poder político, y es en ese lugar en donde es confesada por primera vez la divinidad de nuestro Señor Jesucristo[1]. La confesión de la divinidad de Jesucristo es lo que va a diferenciar a la religión católica de cualquier otra religión de la tierra, y es lo que la transforma a esta Iglesia en la única y verdadera Iglesia de Dios.
         Es Dios Padre quien revela a Pedro la verdad acerca de Jesucristo: era imposible que por razonamientos lógicos y humanos, Pedro llegase a la verdad acerca de la divinidad de Cristo. Una consideración racional de los milagros y de las profecías, jamás habría podido llevar a Pedro a deducir que Jesús era el Hijo eterno del Padre, encarnado en una naturaleza humana[2]. Las palabras del Pedro tienen un significado profundísimo, tanto por el origen de la revelación –se lo revela interiormente el mismo Dios Padre- como por la substancia de lo revelado –Jesús no es un simple mortal, es Dios Hijo encarnado-. Y Dios Padre se lo revela a Pedro porque lo había elegido como fundamento visible de la Iglesia de su Hijo. De ahí que la Iglesia Católica confiese, a lo largo de los siglos, la misma fe de Pedro: Jesús es Dios Hijo encarnado.
         También para nosotros se repiten, a pesar de la distancia en el tiempo, situaciones análogas a las de la escena del evangelio: también hoy, los hombres de nuestro tiempo, como los de ayer, idolatran al ser humano, que intenta ejercer sobre los demás un poder omnímodo, totalitario, a través de la política –hoy se idolatra el poder político como si fuera un poder divino-, e idolatran a dioses y demonios, como lo hacen los cultores de la secta neo-pagana de la Nueva Era: tarot, brujería, esoterismo, ocultismo, religiones orientales.
         Pero también hoy como ayer, el Padre envía su Espíritu, así como lo envió a Pedro, para iluminar desde el interior las almas de sus hijos adoptivos, para que no caigan en el error de la civilización moderna, y confiesen, junto a Pedro, la divinidad de Jesús. Y ese mismo Jesús, que estuvo delante de Pedro, está hoy en medio de su Iglesia, en Persona, vivo y resucitado, en su Presencia Eucarística. Por eso, junto a Pedro, con la fe de Pedro, también confesamos la divinidad de Cristo Eucaristía: “Cristo Eucaristía, Tú eres el Hijo del Dios vivo”.


[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1954, 415.
[2] Cfr. Orchard, ibidem, 416.

martes, 11 de septiembre de 2012

"Hombre de poca fe, ¿por qué dudas de mi Presencia eucarística?"




Los discípulos en la barca lo adoraron teniéndolo delante de sí, con su aspecto humano; nosotros, que estamos en la Barca, que es la Iglesia, lo adoramos en su Presencia sacramental
“Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?” (cfr. Mt 14, 22-36). Después de que Pedro empieza a hundirse en el agua, Jesús lo saca del mar tomándolo de la mano, y le reprocha su “poca fe”. Jesús no le reprocha a Pedro el hecho de no tener fe, sino el hecho de tener “poca fe”. ¿A qué “fe” se refiere Jesús? Jesús se refiere a la fe sobrenatural, a la fe concedida por Dios mismo; es un don de Dios. Y Dios lo concede en abundancia, y en ese sentido, no es “poca” la fe. Pero sí se necesita, por parte del alma, la aceptación de ese don, y la adhesión a ese don, y es ahí, en lo que respecta a la intervención humana, en lo que falla la fe de Pedro, y por es “poca”. ¿Cómo es esta fe, que es un don de Dios? Esta fe sobrenatural es una participación en la luz divina; es como una contemplación directa de Dios, por la cual el alma ya en esta vida puede contemplar a Dios en su luz, aunque es una contemplación no de la luz en sí misma, como quien contempla la luz del sol y al sol en sí mismo, sino como una luz crepuscular, como quien observa el crepúsculo, el atardecer, los últimos rayos del sol, y no al sol mismo. Esa es la luz de la fe, infundida por Dios mismo[1].
         Por esta fe, Dios nos llama de nuestras tinieblas a su luz y nos abre los oídos del corazón; se nos revela interiormente y nos ilumina con su Espíritu. Se trata de un acto místico, por el cual Él difunde en el alma su propia luz, y por esa luz, nos eleva al grado de su mismo saber[2]. Es esa fe, por la cual reconocemos las verdades que la Iglesia nos enseña –entre ellas, la principal y la más grande y misteriosa de todas, la Presencia de Jesús en medio nuestro, en la Eucaristía-, la que nos proporciona la paz del alma, la serenidad del espíritu, que nos permite estar serenos aún en las tempestades de la vida, aún en las tribulaciones del espíritu.
         Luego del reproche de Jesús, Pedro es iluminado interiormente con más fuerza por el Espíritu de Dios, y puede reconocer con mucha más claridad al Hijo de Dios encarnado, y hace un acto de fe en el cual está representada toda la Iglesia: “Tú eres el Hijo de Dios”. Que el acto de fe de Pedro sea el de toda la Iglesia, se ve en lo que el evangelio dice inmediatamente: “Los que estaban en la barca lo adoraron”. Luego del firme acto de fe de Pedro –“Tú eres el Mesías”-, los discípulos que están en la barca realizan el acto amor más grande que el ser humano puede hacer a Dios: adorarlo. La barca es la Iglesia, y quienes estamos en la Iglesia, en la fe de Pedro, también debemos adorar a Jesucristo, que está en la Barca Presente en la Eucaristía.
         También a nosotros, que cuando el mar está movido y amenaza con sus olas -las tribulaciones y los problemas existenciales-, en muchos momentos de la vida –o aún, en muchos momentos del día-, Jesús nos dirija el mismo reproche que a Pedro: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”.
Pero también como Pedro, debemos pedir la luz del Espíritu Santo para reconocer a Jesucristo no como un ser de la imaginación, o como a un fantasma, sino como al verdadero Hijo de Dios, que desde la Eucaristía calma las tempestades y guía la Barca que es la Iglesia, por medio de Pedro, a la Vida eterna. Los discípulos en la barca lo adoraron teniéndolo delante de sí, con su aspecto humano; nosotros, que estamos en la Barca, que es la Iglesia, lo adoramos en su Presencia sacramental.


[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Naturaleza y gracia, Editorial Herder, Barcelona 1969, 251.
[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 251.

martes, 4 de septiembre de 2012

La Eucaristía es la Carne del Cordero



“¿Cómo puede darnos este hombre a comer de su carne?” (Jn 6, 52-59). Los judíos se escandalizan frente a las palabras de Jesús, ya que interpretan en un sentido puramente material lo que Jesús les dice. Piensan que Jesús se está refiriendo a ese cuerpo suyo, que están viendo, y que por lo tanto, ellos tendrían que cometer un acto de antropofagia o algo por el estilo. Pero Jesús está hablando de su cuerpo real, pero de su cuerpo real que tiene que pasar por la tribulación de la cruz y por la alegría de la resurrección. Jesús es el Cordero de Dios, pero para que sea alimento de las almas, debe ser asado en el fuego del Espíritu Santo, fuego que arde sin consumir, y que ardiendo provoca la espiritualización de su cuerpo tendido en el sepulcro. Ese cuerpo, real, que estuvo en el sepulcro, y que fue vivificado por el Espíritu Santo, es el cuerpo que se encuentra en la Eucaristía, y es un cuerpo lleno de la vida de Dios, una carne por lo tanto espiritualizada y glorificada, Presente con su ser substancial en la realidad sacramental de la Eucaristía.
Por eso es que el Pan que Él da, la Eucaristía, es en realidad su carne, pero no una carne muerta, sin vida, o una carne o un cuerpo materiales y terrenos, es una carne, un cuerpo, espiritualizados, es un cuerpo resucitado, un cuerpo lleno de la vida del Espíritu de Dios, que comunica esa vida y ese Espíritu al que lo consume. La Eucaristía es la carne del Cordero, que ha sido asada en el fuego del Espíritu, y que por este Espíritu, se ha convertido en Pan de Vida eterna.
“Yo vivo por el Padre, que tiene vida, y el que me come, vivirá por Mí”. Jesús vive por el Padre porque Él procede eternamente del seno del Padre, es el Hijo del Padre que recibe del Padre todo su ser y toda su vida divina, por eso, el Espíritu que anima a Jesús es el Espíritu del Padre, el Espíritu de Dios. Y este mismo Espíritu es el que se encuentra inhabitando en Persona en Jesús, y de Jesús pasa a sus hermanos, a los hijos adoptivos de Dios. Jesús no está hablando en  un sentido metafórico, en un sentido figurado, cuando dice que el que lo coma vivirá por Él. La frase se podría entender en un sentido figurado: aquél que ama tanto a Jesús, comulga, y vive por Él, pero no de Él, no recibe de Él ningún principio de vida nueva. No es este el sentido de las palabras de Jesús: el que lo coma, vivirá por Él, porque recibirá de Él su Espíritu Santo, que es Espíritu de Vida eterna. El que coma la carne del Cordero, su carne glorificada, llena del Espíritu de Dios, va a recibir a ese mismo Espíritu, que es el Espíritu Santo, espirado por Él y por su Padre desde la eternidad, y espirado en cada comunión eucarística.
“El Pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo”. El Pan que da Jesús es Él mismo, con su cuerpo glorificado y resucitado, Presente substancialmente en la Eucaristía, y por eso no es un pan sin vida, inerte, sino un Pan vivo, que baja del cielo, del seno mismo de Dios Trinidad, es un Pan que es en realidad la carne del Cordero. El que coma la carne del Cordero, el Pan de vida eterna, tiene la vida del Cordero en Él, el Cordero mismo es su alimento y su principio de vida, una vida que comenzando en germen en la tierra, prosigue para toda la eternidad más allá de la muerte. La carne del Cordero, contenida en la Eucaristía, es Pan de vida eterna.