martes, 30 de octubre de 2012

Jesús proclama las bienaventuranzas, la Iglesia proclama otra bienaventuranza que contiene y resume las bienaventuranzas de Jesús: “Felices los invitados al banquete celestial”



En el Sermón de la Montaña (cfr. Mt 5, 1-12), Jesús proclama las bienaventuranzas, es decir, las condiciones espirituales y existenciales que permiten al alma ingresar al Reino de los cielos. Las Bienaventuranzas proclamadas por Jesús son radicalmente distintas a las bienaventuranzas proclamadas por el mundo: el mundo declara felices a los que poseen bienes materiales, a los que todos reverencian con honores mundanos, a los que poseen la sabiduría y la ciencia mundanas, a los que no sufren, a los que disfrutan del mundo y de sus atractivos.
Las bienaventuranzas de Jesús son radicalmente distintas a las bienaventuranzas del mundo y quien desee ser feliz –esto es lo que significa “ser bienaventurado”, el ser feliz, que es la aspiración íntima presente en lo más profundo de todo ser humano-, debe ansiar subir a la cruz, que es en donde se cumplen todas las bienaventuranzas: solo en la cruz, en Cristo, se cumplen todas las bienaventuranzas, ya que Él es el perseguido por la justicia, es quien tiene hambre y sed de justicia, Él es el que obra la misericordia. Las bienaventuranzas se cumplen y se viven y se cumplen en la cruz, pero también al pie de la cruz, por eso María es la Primera Bienaventurada, antes incluso que su Hijo que muere en la cruz. Ser bienaventurado entonces quiere decir participar de la vida del Hombre-Dios, y quien desee ser una luminosa imagen suya en un mundo en tinieblas no tiene otro camino que el camino de la cruz.
Pero además de las bienaventuranzas de Cristo, hay otra bienaventuranza, proclamada por la Esposa del Cordero, la Iglesia, no desde la Montaña, sino desde el altar, y es la bienaventuranza de quienes han sido invitados al banquete del Cordero Pascual: “Bienaventurados los invitados al banquete celestial”[1]. Felices los que son invitados a comer la carne del Cordero del Apocalipsis. Jesús proclama las bienaventuranzas, la Iglesia proclama otra bienaventuranza que contiene y resume las bienaventuranzas de Jesús: “Felices los invitados al banquete celestial”.
Es decir, los bienaventurados son quienes participan de la cruz de Cristo pero son también quienes se alimentan de la carne del Cordero Pascual, la Eucaristía. Es realmente una bienaventuranza, porque la Eucaristía no es pan, sino el mismo Cristo en Persona, que es el origen y el motivo de la alegría y de la bienaventuranza del cristiano, en esta vida y en la otra.
La participación y la unión con el Hombre-Dios Jesucristo es el culmen de la alegría del cristiano, que se dará en su plenitud en la otra vida, pero comienza ya aquí en la tierra, en el convite del altar, en el banquete celestial, en el manjar reservado a los dioses, la carne del Cordero Pascual.


[1] Cfr. Misal Romano, ...

jueves, 18 de octubre de 2012

Cristo-Eucaristía, Sacerdote, Altar y Victima




La Eucaristía es la máxima prueba del amor infinito de Dios y el lugar en donde Cristo desempeña su triple papel de Sacerdote, Altar y Víctima.
En la Eucaristía, don inestimable del amor de su Sagrado Corazón, Cristo desempeña su rol de Sacerdote Sumo y Eterno, de mediador entre nosotros y Dios y cumple además tanto el rol de Víctima Perfecta que se ofrece en holocausto santo por toda la eternidad ante los ojos de Dios, como el de Ara santa donde se inmola esta Víctima que es Él mismo.
Sobre el santo altar, Èl realiza el mismo acto sacerdotal que realizó sobre la cruz, ofrece la misma Víctima que ofreció sobre la cruz, que es Él mismo, la sacrifica sobre el mismo altar de la cruz, que es la cruz del altar. Sobre el altar del sacrificio eucarístico, es decir, sobre el altar de la santa Misa, el Sacerdote Sumo y Eterno renueva su sacrificio de la cruz; en la Misa el Sacerdote Santo sacrifica sobre el ara santa la Víctima Pura, la misma del Calvario. El mismo Sumo Sacerdote, Jesucristo, ofrece la misma Víctima, sobre el mismo altar; la única diferencia está en el modo con el cual este es ofrecido[1]. Sobre el Calvario, Jesús inmoló su humanidad en medio de atroces sufrimientos; sobre la Cruz del altar, Jesús inmola su humanidad gloriosa y resucitada, y tanto en el Calvario como en el altar, derrama su Sangre para el perdón de los pecados y para comunicarnos su Vida divina.
Es su humanidad santísima, consagrada en el seno virginal de María por la unión hipostática con el Verbo del Padre y por lo tanto plena de la gloria divina, la que le permite cumplir el triple rol de Sacerdote, Altar y Víctima. El Verbo eterno del Padre concedió a su humanidad, ya desde el seno de María, desde el primer instante de su creación, su gloria divina, la gloria que Él como Hijo Eterno del Padre posee desde siempre. Esa misma gloria divina, la gloria del Padre comunicada al Hijo por generación eterna, la gloria que el Hijo posee desde toda la eternidad, que es la misma gloria substancial de su Padre, fue la que el Hijo le comunicó a su humanidad, al Cuerpo y Alma de Jesús, llenándola de ella, haciendo de esta humanidad una Humanidad Santísima, tan plena de divinidad y de gloria como jamás ninguna creatura tuvo ni tendrá jamás.
El Verbo eterno asumió la humanidad creada de Jesús y por su contacto, la hizo santísima y llena de gracia; fue este contacto con el Verbo lo que hizo de esta humanidad de Jesús una humanidad consagrada a Dios. El contacto con la Persona del Verbo consagró a la Humanidad, Cuerpo y Alma de Jesús, para Dios, porque la hizo inmediatamente pura y santa, con una santidad inigualable, ya que la gloria de Dios inhabitaba en ella como en las Personas de la Trinidad.
La humanidad de Cristo fue consagrada mediante la unión hipostática para el ejercicio del sacerdocio, que en Cristo es sacerdocio divino[2] y no natural, como era el sacerdocio del hombre dotado de gracia en el estado original[3].
Esta Humanidad de Jesús, así consagrada y hecha pura, santa y gloriosa, por el contacto personal del Verbo y la consecuente transmisión de la santidad y de la gloria divina a ella, la convirtió en la materia perfecta para ser ofrecida a Dios en holocausto agradable. Nada de lo creado, ya fuera visible o invisible, era digno de ser presentado ante Dios en sacrificio de expiación: delante de su majestad, los sacrificios de animales del Antiguo Testamento aparecían como absolutamente carentes de valor para impetrar el perdón divino y para agradar a la majestad divina ofendida por el pecado humano. La humanidad santa de Jesús, en cambio, al ser la humanidad centro y raíz de la nueva humanidad -de una nueva humanidad regenerada, purificada y santificada a partir de la humanidad santa de Jesús-, podía ser inmolada y presentada ante los ojos de Dios como un sacrificio puro, verdaderamente justo y agradable a Dios, porque esta humanidad de Jesús llevaba en sí, como algo propio, que le pertenecía por ser la humanidad del Verbo, el sello de la Nueva Alianza, el Espíritu de Cristo. El nuevo y eterno sacrificio sería presentado al Padre por el Amor de Cristo, el Espíritu Santo, y la materia a presentar sería este cuerpo y alma de Jesús, penetrados por la fragancia y el aroma del Espíritu Santo, inhabitados por Él; por eso sería un sacrificio santo y agradable.
Por su humanidad santa, consagrada desde su creación, Jesús fue tanto Sacerdote Eterno y divino como al mismo tiempo Víctima Pura y Santa. Pero también fue el Altar donde Él, como Sacerdote, se ofreció a Sí mismo como Víctima. Los altares del Antiguo Testamento eran altares de piedra, una figura lejana e imperfecta, del Ara Santa y Viva, que arde eternamente con el fuego del Espíritu Santo, que es Él mismo con su Cuerpo, su Sangre, su Alma. Su humanidad, ennoblecida y enaltecida por la inhabitación trinitaria, era el único Propiciatorio digno donde podía ser inmolada la única Víctima digna y agradable a Dios.
Su Humanidad, llena de gracia, existiendo gloriosamente en los cielos y en la Eucaristía, a  través de la cual Cristo es eternamente Sacerdote, Altar y Víctima, es la que se ofrece en cada misa, y es la que, presente, viva y gloriosa en la Eucaristía,  nos comunica la luz, la gracia y la vida divinas, luz, gracia y vida que fluyen de ella como de un manantial sin fin.


[1] Cfr. Thomas Merton, Il Pane Vivo, Ediciones Garzanti, Roma 1958, 57.
[2] Cristo-Cabeza adquiere su dignidad divina y su sacerdocio divino por efecto de una marca real, como es la unión hipostática del Logos con su humanidad. Cfr. Matthias Josef Scheeben, Los misterios del cristianismo, Editorial Herder, Barcelona 1964, 621.
[3] Cfr. Scheeben, 253.

jueves, 11 de octubre de 2012

En la Eucaristía Jesús nos da el Espíritu Santo para amar a Dios y al prójimo como Él los ama



“Amar a Dios y al prójimo” (cfr. Mc 12, 28b-34). Un racionalista decía que era injusto el hecho de que Dios impusiera como mandato el amar, ya sea a Dios o al prójimo. Sostenía que no se podía mandar algo que no se siente, y si uno no siente amor por Dios, no tiene que basar su salvación en algo imposible; también decía lo mismo respecto al prójimo: si es un enemigo, por definición, es imposible amarlo.
         ¿Cómo responder? Ante todo, que Dios no manda lo imposible, y si lo manda, es porque es posible. Con respecto a Dios, Dios es la Bondad infinita, y todo el mundo desea ser feliz, en ese deseo de felicidad, está implícito el amor a Dios, que es felicidad infinita, por lo que Dios no manda lo imposible con respecto a Èl; con respecto al prójimo, el amor al prójimo no se refiere a un sentimiento, sino a la caridad, que es el amor de Dios, el Espíritu Santo, que permite tener compasión y misericordia por el prójimo, lo cual nada tiene que ver con el sentimentalismo.
         El fuego del amor de Dios, el Espíritu Santo, lo infunde Cristo en cada comunión, para hacernos posible el cumplir el mandato más importante de la religión católica.