lunes, 28 de enero de 2013

Donde esté la Eucaristía, allí volarán las almas


"A los que esperan en Yahveh él les renovará el vigor, subirán con alas como de águilas...
(Is 40, 31)

“El día en que se manifieste el Hijo del hombre...” (Lc 17, 26-37). Nuestro Señor describe las características del día de su manifestación. Ese día será un día terrible para toda la humanidad, será el día de la ira de Dios, que se sentirá universalmente; Cristo Dios aparecerá ante los ojos de toda la humanidad no como la Misericordia Divina encarnada, sino como Juez Justo y terrible; esa es la razón por la que más adelante cambia “ese día” por “esa noche”: abre la perspectiva de juicio, calamidades y tinieblas[1]. Dice Sor Faustina Kowalska que ese día van a temblar hasta los ángeles de Dios.
Y debido a que esa venida va a ser tan repentina, muchos van a ser tomados por sorpresa y se los va ha hallar desprevenidos. De ahí que nuestro Señor aconseje el desprendimiento del afecto de todas las cosas terrenas, incluso de la misma vida, cuando el bien del alma corre peligro[2].
Los discípulos finalizan con una pregunta, sobre el “dónde” sucederá -no sobre el “cuándo”, lo cual parecería más lógico-, y nuestro Señor responde más enigmáticamente todavía: “Donde esté el cuerpo, allí se juntarán los buitres”, tal vez indicando con “cuerpo” la muerte espiritual que provoca el pecado[3], ya que los buitres, como aves carroñeras, se reúnen alrededor de un cuerpo muerto, y el cuerpo muerto, que es la figura del alma muerta por el pecado, es la figura también del Anticristo, en cuya alma reina la desolación de la muerte por la ausencia de Dios y por la presencia del demonio.
No sabemos cuándo ni dónde sucederá la manifestación final del Hijo del hombre, no sabemos dónde estará el Anticristo con su cuerpo, vivo por el espíritu del demonio y muerto a la vida de Dios, pero sí sabemos dónde está el Cuerpo vivo y santo de Cristo resucitado: donde esté el Cordero, en la Eucaristía, allí se juntarán los adoradores del Cordero, los amantes de Dios Trino.
Si en el día del Anticristo los buitres se juntarán alrededor del cuerpo muerto del Anticristo, en el día de la Iglesia, alrededor de la Eucaristía, el Cuerpo santo y vivo de Jesucristo, se juntarán los hijos de Dios.
Donde esté el Águila, la Eucaristía, allí, al seno de Dios Trino, volarán las almas.


[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 627.
[2] Cfr. Orchard, Verbum Dei, 627.
[3] Cfr. Orchard, Verbum Dei, 627-628.

martes, 22 de enero de 2013

La Iglesia nos da el Pan de Vida eterna



“¿Como puede este darnos a comer su carne?” (cfr. Jn 6, 52-59). La pregunta de quienes escuchan a Jesús revela la perplejidad frente al anuncio de Jesús de ofrecer su cuerpo como alimento de vida eterna. El anuncio es desconcertante por lo novedoso pero también por el misterio que encierra: cuando Jesús dice que va a dar su cuerpo como alimento, se está refiriendo a su cuerpo ya glorificado, es decir, a su cuerpo que ya ha atravesado el misterio pascual de muerte y resurrección. Quienes lo escuchan, lo interpretan literalmente y piensan que Jesús está diciendo literalmente que les va a dar su cuerpo material, tal como lo están viendo. De ahí la pregunta, perpleja y sorprendida: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”
¿No se trata acaso de la misma perplejidad y descreimiento dentro del Nuevo Pueblo Elegido? Todos los días la Iglesia entrega al mundo el don del Pan de vida eterna, el cuerpo de Jesús resucitado en la Eucaristía, y todos los días se observa la misma frialdad y la misma indiferencia, lo que hace pensar que no se cree en las palabras de Jesús: “Esto es mi cuerpo”.
Si en el Pueblo Elegido muchos se preguntaban: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”, hoy, en el Nuevo Pueblo Elegido, muchos se preguntan: “¿Cómo puede la Eucaristía contener la vida eterna, el cuerpo de Jesús resucitado, si es solo pan?”
Para no caer en la incredulidad y en el descreimiento, debemos pedir, como un don del cielo, la respuesta, la cual solo la puede dar el Espíritu Santo.

sábado, 19 de enero de 2013

Como en Emaús, reconozcamos a Cristo en la Eucaristía



          Los discípulos de Emaús, en la tarde de la Pascua, se alejan de Jerusalén, del lugar de la Pasión.
          Jesús se acerca a ellos para acompañarlos, pero no reconocen su Presencia: “...Jesús en Persona se acercó y caminaba con ellos, pero sus ojos estaban cerrados y eran incapaces de reconocerlo” (Lc 24, 13-35).
     Se alejan del lugar de la Pasión, es decir, se alejan de la Pasión, y se vuelven ciegos y tristes, incapaces de reconocer al Señor Resucitado.
      Ciegos, tristes, sin alegría, lejos del Señor Muerto y Resucitado y Glorioso que camina con ellos.
    ¿No somos nosotros, católicos del tercer milenio, estos discípulos de Emaús? ¿No es ésta la descripción de nuestra vida espiritual? ¿Porqué los discípulos, tristes y ciegos, no reconocen a Jesús? ¿Porqué nosotros, católicos, bautizados, no reconocemos a Jesús, resucitado, presente, vivo, glorioso, en la Eucaristía?
   Ni los discípulos reconocen a Jesús en Emaús, ni nosotros reconocemos a Jesús en la Iglesia, en la Eucaristía, por nuestro modo de ver la Pasión de Jesús[1]. Es un modo totalmente humano, que ve las cosas, los sucesos, de la vida, y, sobre todo, la vida de Jesús, desde lo bajo, desde y hacia la perspectiva humana, horizontal, sin elevar nunca los ojos para ver hacia lo alto, desde lo alto.
            Una mirada meramente humana de la religión, de la Iglesia, de Jesús, de la Misa, de la Eucaristía –incluso de nosotros mismos, en cuanto creados por Dios y re-creados por el bautismo-, nos vuelve incapaces de comprender la realidad, sea esta la natural, como la sobrenatural.
            Contemplando nuestra vida solo desde el punto de vista humano, dejando de lado al Señor Jesús que camina con nosotros, como hacen los discípulos de Emaús, nunca entenderemos gran cosa de lo que sucede, tal vez sí las cosas del plano natural, pero nada de lo relativo a la salvación, a lo sobrenatural.
            Observando humanamente el camino de la vida, es decir, la alegría, la esperanza, y también el dolor, el sufrimiento, las situaciones penosas y angustiantes, jamás podremos captarlo en su totalidad de misterio incluido en otro misterio, sobrenatural.
            Sólo bajo la luz divina de la cruz de Jesús podemos entender el sentido de la vida y de sus pruebas: el sentido del dolor, del sufrimiento, que a veces parecen insoportables; sólo en el contacto con Jesús Crucificado y Resucitado podemos entender que el dolor es un don; que la vida, sea cual sea mi vida -tal vez años vividos sin una prueba, sin un dolor, tal vez años vividos en la desgracia- es el camino que debo recorrer para ganar el Cielo, el Reino de Dios, que es la Persona de Jesús.
Sólo a la luz de la cruz de Jesús puedo ver que la vida es un camino para llegar a Él. Si miro la vida con una mirada puramente humana, siempre estaré triste, porque nuestra fuerza humana es incapaz de entender el verdadero sentido de los acontecimientos; nuestra mirada humana es incapaz de ver a Jesús, Muerto y Resucitado, que nos acompaña en cada momento, en la alegría como en el dolor.
            Tenemos necesidad de la luz divina que surge de la cruz de Jesús para que nos haga entender de dónde venimos y adónde vamos.
            Pero si  no podemos entender las cosas humanas sin la luz de Jesús, sin su luz, ni siquiera podemos barruntar ni conjeturar qué cosa sea la religión, la Iglesia, Jesús, los sacramentos, la Eucaristía.
            Tenemos necesidad de la luz divina que surge de la cruz de Jesús, para contemplar los misterios sobrenaturales en su esplendor, para no rebajar los santos misterios de nuestra religión a meras elucubraciones de nuestras mentes humanas. Necesitamos de la luz que surge de la cruz de Jesús para ver a la Iglesia no como una sociedad humana natural y religiosa de hombres que quieren alabar a Dios, no como una invención de los curas y de los laicos devotos; para ver y vivir la Misa no como un evento vacío y aburrido al que tengo que concurrir por obligación o que puedo dejar de lado si hay algo más “divertido” o más “serio” o más “importante” o más “interesante” para hacer; tenemos necesidad de la luz divina que sale de la cruz de Jesús para entender que la religión no es venir a Misa por obligación en el tiempo de Pascua, en el tiempo de Navidad, o para dejar contentos a mis padres, si soy joven o niño, o para buscar solución a mis angustias y problemas, si soy adulto.
            Tenemos necesidad de la luz divina que surge de la cruz de Cristo para entender que los sacramentos no son una etapa social, hecha a duras penas por obligación, que después de recibidos no sirven para nada, o, mejor, para lo único para lo que sirven es para hacer desaparecer a los niños y a los jóvenes de la iglesia, porque una vez recibidos, no aparecen más por ella.
            Tenemos necesidad de la luz divina que surge de la cruz de Jesús para entender que la Misa es la actualización y la renovación sacramental de la Muerte y Resurrección de Jesús, que me ofrece su Vida humano-divina para salvarme; para entender que el altar se transforma en el Calvario, el pan en Su Cuerpo y el vino en Su Sangre.
            Los discípulos de Emaús recibieron, luego de ser probados en su tristeza, en su ceguera, en su falta de fe en Jesús, el don de la fe en Jesús Resucitado, y lo reconocieron al partir el pan. Desde nuestra ceguera, nuestra tristeza y nuestra falta de fe, contemplando a Cristo Crucificado en el altar, pidamos el don de reconocerlo a Él, Presente, real y substancialmente, vivo, glorioso y resucitado, en la Eucaristía, que un rayo de su luz, desprendido de la Eucaristía, penetre, ilumine y transforme nuestro ser.


[1] Cfr. Albert Vanhoye, Per progredire nell’amore, Edizioni ADP, Roma 2001, 219ss.

viernes, 11 de enero de 2013

“Felices porque véis y oís lo que otros quisieron ver y oír y no pudieron”



“Felices porque véis y oís lo que otros quisieron ver y oír y no pudieron” (cfr. Mt 13, 10-17). Jesús proclama una nueva bienaventuranza, que se suma a las del Sermón de la Montaña: no sólo son felices, bienaventurados, los misericordiosos, los pobres de espíritu, los perseguidos, sino que también son felices –o bienaventurados- quienes ven y oyen lo que muchos patriarcas y profetas quisieron ver y oír pero no pudieron.
¿Qué es lo que los patriarcas y profetas anhelaban ver y oír y no pudieron, en cambio, los discípulos de Jesús sí? Podríamos pensar que los patriarcas y profetas anhelaban ver y oír los milagros del Mesías; pero no se trata de los milagros de Jesús: los patriarcas y profetas querían ver y oír, más que los milagros del Mesías, al Mesías en Persona.
Después de todo, era lo que más esperaban, era por el Mesías que su existencia como patriarcas y como profetas cobraba todo su sentido y significado, aunque sería egoísta de su parte esperar al Mesías solo para ver confirmados sus lugares en medio del Pueblo de Israel. En realidad, a los patriarcas y a los profetas les importaba y deseaban la llegada del Mesías no porque los confirmaría en su calidad de patriarcas y de profetas, ya que en su humildad, esto no les interesaba, sino que, con la llegada del Mesías, estarían seguros de que las profecías hechas a Israel se cumplían, de que Israel sería conducida a la Tierra de la Paz de la mano del Mesías.
Pero, a pesar de sus deseos, a pesar de haber sido nombrados por Dios mismo como patriarcas y profetas, no pudieron ver al Mesías en Persona, y en cambio, sí es eso lo que los discípulos ven: al Mesías en Persona, y la visión del Mesías y el escuchar sus palabras es lo que los vuelve bienaventurados o felices.
Sin embargo, Dios es inefable, y la felicidad que describe para sus discípulos por ver y oír lo que otros quisieron pero no pudieron, encierra mucho más de lo que ser: los discípulos ven y oyen más aún de lo que ni siquiera sospechaban los patriarcas y los profetas, porque estos querían ver al Mesías, y los discípulos ven al Mesías, pero ven a Alguien en ese Mesías, y ese Alguien es el Hijo eterno de Dios Padre, encarnado en una naturaleza humana.
Los discípulos son bienaventurados y felices no sólo por ver al Mesías, sino por saber que este Mesías no es un hombre, sino el Hombre-Dios, Dios Hijo encarnado, y que su palabra es la Palabra de Dios Padre, la Sabiduría eterna encarnada en una naturaleza humana. Los discípulos son bienaventurados y felices porque este conocimiento sobrenatural y misterioso sobre el Mesías no viene de de una deducción de sus mentes, sino por la iluminación del Espíritu Santo, quien los ilumina para que conozcan la verdadera identidad del Mesías, Cristo Jesús, y conociéndolo, lo amen, y amándolo, lo adoren. Esto quisieron ver y oír patriarcas y profetas, y no pudieron.
Esto, que hizo felices y bienaventurados a los discípulos en tiempos de Jesús, hace bienaventurados a todos los miembros de la Iglesia, porque ese Mesías, Cristo Jesús, está en Persona, con su ser divino, en el sacramento del altar, que se dona como banquete celestial, como Pan de Vida eterna. Así cobra sentido la otra bienaventuranza proclamada por la Iglesia: “Felices los invitados al banquete celestial, al banquete del Cordero de Dios”.